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Foto del escritorOSA Curia

Menochio, el agustino que lloró junto al Papa encarcelado


El pasado 25 de diciembre, el cardenal Marcello Semeraro, Prefecto del Dicasterio de las Causas de los Santos, presidió la misa del bicentenario del fallecimiento de Giuseppe Bartolomeo Menochio (1741-1823): el agustino que confesó al Papa Pio VII cuando estaba exiliado y encarcelado tras la ocupación francesa de Roma.


El cardenal Semeraro, durante su homilía en la basílica de San Agustín de Campo Marzio, en la ciudad del Tíber, habló de este “religioso devoto”, “un obispo ejemplar ya en vida estimado como santo por haber sabido llorar junto al Papa Pio VII, permaneciendo fiel a su lado”.


Agregó el cardenal Semeraro, recordando la vida de Menochio, que Dios no “mira nuestros sufrimientos desde arriba, casi considerándolos caprichos de niños", sino que hace suyos nuestros dolores, hasta el punto de llorar "no sólo como nosotros, sino con nosotros".


"Con el cristianismo, el llanto se vuelve no sólo humano, sino incluso divino", agregaba el prefecto recordando a Agustín de Hipona. “Dios, en efecto, escucha siempre el llanto del hombre, porque en su Hijo lloró Él mismo", decía el cardenal Semeraro ante los fieles.

Menochio, religioso diligente y obispo valiente


Menochio nació en Piamonte. Tras ingresar en la Orden de San Agustín, enseñó teología y dedicó su misión a la predicación. Hombre de profunda oración, consideraba la penitencia como el medio ordinario para obtener la conversión de los pecados. En 1796 fue nombrado obispo coadjutor de Reggio Emilia, pero poco después fue expulsado de la ciudad por los franceses. Menochio ejerció entonces su apostolado en varias diócesis, hasta que en 1800 el Papa Pío VII lo quiso como sacristán y confesor. En 1804, Menochio acompañó al Pontífice a París para la coronación de Napoleón en la catedral de Notre-Dame, pero no le fue permitido acompañarle cuando el Papa fue deportado. El religioso permaneció en Roma, en el palacio del Quirinal, ocupado por las tropas francesas, y se negó a prestar juramento de fidelidad al Emperador a pesar de las fuertes exhortaciones y presiones que recibió. Realizó una gran labor de dirección espiritual, siguiendo a varios religiosos y monasterios de la urbe, y también trabajó por la restitución de los conventos que Napoleón mermó a la Orden de San Agustín. Murió en 1823. Sus restos descansan en la basílica de San Agustín de Roma. Su causa de beatificación está en curso.


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